jueves, 21 de diciembre de 2006

Discurso de Facundo Zuviría en la Asamblea Constituyente de 1853

Señor:

Hay momentos tan solemnes en la vida de los pueblos y de los individuos, que al menor de ellos decide para siempre de su porvenir, como los irrevocables fallos del destino. En uno de esos momentos creo se halla nuestra patria, al tratar de darle una Constitución, y sus representantes al dictarla.

Más, antes de llenar por mi parte tan augusta misión, y al exclusivo objeto de llenarla dignamente, me será permitido ventilar una cuestión sin cuyo previo examen no creeré corresponder a la alta confianza de mis comitentes. Al hacerlo, no escucharé sino la voz de mi conciencia y cerraré los ojos sobre los peligros de obedecerla. La patria me ha designado esa guía, y en seguirla cumplo sus mandatos y mis juramentos.

Si esta marcha y la franca expresión de mis ideas me acarrearen molestias y aún desgracias, las acepto con patriótica resignación.

No desdeño ni la muerte, siempre que la soporte envuelto en mi humilde dignidad y cubierto con el manto de la libertad y del honor, que creo no haber manchado jamás. Los diputados de un pueblo libre deben a su patria sus acciones, su ser y su misma vida. Le deben también hasta el sacrificio de su crédito y popularidad, que es el mayor esfuerzo del patriotismo y el signo más elocuente de la propia convicción. Más no le deben el sacrificio de su conciencia, si no es para servirla con ella por medio de la noble y leal expresión de sus dictados.

En cuanto a mí, resigno en aras de la patria la franca manifestación de mis ideas y opiniones sobre la actual situación, sus desgracias, sus errores, sus peligros, y los escollos que le ofrece el porvenir. Débole, pues, mis ideas; si son exactas, para ilustrar la opinión de mis compatriotas; y si erradas, para afirmarlos más en las suyas por el contraste con las mías. En último caso, le servirán para presentar en sus dos extremos o fases, la más grave de las cuestiones que puede interesar su porvenir; para satisfacer a los pueblos, de la libre y seria discusión que hemos prestado al más vital objeto de nuestra misión: “constituir la república”. Toda reserva, todo temor, en la franca expresión de nuestras opiniones sobre tan grave asunto, comprometería, además, el crédito de nuestra libertad e independencia individual, tan necesarias a la legalidad de nuestros actos.

En uso, pues, y ejercicio de esa libertad, paso a llenar, por mi parte, el mayor de los deberes que me impone la misión de que estoy encargado, y creo llenarla no lisonjeando ni a mi misma patria; no disculpando sus errores, encubriendo sus faltas, alabando sus extravíos, ni disimulando con sombras el lamentable cuadro de su situación. Lisonjear a los pueblos, como a los Gobiernos, en vez de ilustrarlos en la marcha que deben seguir, antes que servicio, es una traición; porque sólo se les puede lisonjear con el objeto de seducirlos para corromperlos. También se les lisonjea prestándoles obediencia en algunos casos, para oprimirlos en otros, o hacerlos servir de instrumentos a intereses y pasiones personales.

Lejos de esto; yo quiero y creo servir a mi patria, ofreciéndole el verdadero cuadro de su actualidad, de los obstáculos que tiene que vencer, de los peligros que la amenazan y le presagian un funesto porvenir si no se ocupa de vencer aquéllos y prevenir éstos. Creo servirla con la expresión de la verdad, de que tanto necesitan los pueblos como los Gobiernos, y que a los pueblos como a los Gobiernos se les niega y oculta, como si con ocultarla o negarla pudiera ser destruida. Los pueblos, lejos de ofenderse con la verdad, respetan a los que se la dicen con nobleza. En esta parte son más tolerantes que los tiranos y demagogos, que no la soportan, porque la verdad es enemiga de ambos.

Si, pues, debemos a nuestra patria la verdad toda entera, sin disfraz ni reticencias, paso a decirla como la concibo y sobre los puntos que más le interesan saberla por contraria que ella sea a sus deseos, a sus opiniones y aun a sus mismas órdenes; como yo la sirva, aunque perezca víctima de éstas.

Se dice ...

Que los pueblos desean Constitución.
Que piden Constitución.
Que la exigen de sus representantes.

Si esto es cierto, sin condición alguna, será porque en la Constitución creen ver el remedio de los males que los aquejan, el término de sus prolongadas desgracias, el sepulcro de la tiranía y anarquía que los han devorado, la fuente de un inmenso y feliz porvenir, el verdadero y único garante contra las revoluciones y crímenes que forman su sangriento cortejo.

Sí, señor; porque en la Constitución creen ver todo esto, será que la desean y piden con anhelo. Más, desde que en la Constitución que se dictare en las actuales circunstancias de la república, no vea yo tal suma de bienes sino la continuación de los males que con ella se pretende curar y la fuente de otros nuevos y mayores para el porvenir, mi conciencia me ordena en alta voz que ante mi patria y sus representantes levante la mía para exponer las razones que tengo en contra de sus deseos; si es que subsisten, para oponerme a la sanción de una Carta Fundamental, y pedir, en consecuencia, su aplazamiento a una época más oportuna que la presente; a una época de paz, no de guerra civil; de calma y no de revoluciones; de orden y no de trastornos, como en la que hoy se halla la república; a una época, en fin, como en la que se hallaron los pueblos, cuando creyeron llegado el caso de constituirse y nos encomendaron tan ardua tarea.

Paso a llenar la mía, en cuyo desempeño no podré ser muy lógico por la naturaleza misma del asunto; pero procuraré ser exacto y no emitir sino principios y verdades comprobadas con los hechos y nuestra propia experiencia.

Inoportunidad de la Constitución

La ciencia del legislador no está en saber los principios del Derecho Constitucional y aplicarlos sin más examen que el de su verdad teórica; sino en combinar esos mismos principios con la naturaleza y peculiaridades del país en que se han de aplicar; con las circunstancias en que éste se halle, con los antecedentes y acontecimientos sobre que se deba y pueda calcular; está en saberse guardar de las teorías desmentidas por los hechos, ya sea por la falsedad de ellas, o su mala aplicación. Está también, en conocer todos los elementos materiales y morales que encierra la sociedad sobre que va a legislar. Está, finalmente, en saber juzgar y combinar todas las pretensiones e intereses discordantes de los pueblos que constituyen dicha sociedad.

Si los principios y las teorías bastasen para el acierto, no lamentaríamos las desgracias de que hemos sido víctimas hasta hoy. Queriendo ensayar cuanto hemos leído y buscando la libertad constitucional en libros o modelos y no en el estado de nuestros pueblos y nuestra propia historia, hemos desacreditado esos mismos principios, con su inoportuna y hasta ridícula aplicación; porque aun el mérito y la virtud se desacreditan, desde que sean proclamados con exageración o inoportunidad. Quizá de esta causa, más que de otra, parte la ruina de nuestros malogrados ensayos. La experiencia, por lo común, no está de acuerdo con las verdades especulativas. El derecho público es muy extenso en los libros; pero, por desgracia, éstos poco enseñan sobre la aplicación de sus reglas y menos sobre la oportunidad de esta aplicación; una idea práctica vale por muchas teóricas. De esa inoportunidad, de esa latitud, de esa exageración en los principios, de esa exaltación y furor para proclamarlos, ha resultado que, siendo las Constituciones la verdadera y sólida garantía de la libertad y derechos públicos, las mismas Constituciones han sido, entre nosotros, el foco o pretexto de mayor anarquía, la positiva enseña de los trastornos y escándalos, empezando por la destrucción de los Congresos, reunidos para evitarlos, y de las Constituciones dictadas en garantía del orden y de la libertad.

Empíricos políticos, siempre hemos querido aplicar remedios prontos y heroicos, sin examen de la calidad de ellos y del estado del paciente. Los resultados han correspondido a nuestra imprudencia.

Constituciones que, dadas seis meses o un año después, quizá habrían salvado nuestra patria; dadas seis meses o un año antes, no han servido sino para hundirnos en un abismo de males. Apelo a nuestra historia, que vale por un ciento de razones y es más elocuente que un curso de política constitucional: apelo a nuestra historia, en que los hechos han desmentido nuestras teorías y burlado nuestras esperanzas.

Aun no ha acaecido entre nosotros un cambio de gobierno que, quizá, no haya sido sino de personas, no de ideas, principios ni costumbres, que no cambian en un día, cuando en el acto, atribuyendo los males pasados a esas personas y no a causas reales, permanentes y ligadas a intereses de otro orden, se ha convocado un Congreso para que dictase una Constitución, quizá sin más variantes que los motivos prominentes que han servido de causa o pretexto a la revolución a que debe su origen. Y, ¿qué ha resultado de esta aberración, sino, lo que está consignado en nuestros fastos de sangre? ¿Ni qué otra cosa podía resultar de Constituciones que, como dictadas a consecuencia de una revolución, vienen a ser el eco de ella, el resultado genuino del principio o partido victorioso y no de la nación que se compone de vencedores, vencidos y neutrales? ¿Qué, de una obra nacida del foco de las pasiones en ebullición y sin el apoyo de esa aquiescencia general de los espíritus sobre la que no se puede contar en medio de fuertes conmociones políticas, ni aun después de ellas, sin dar treguas a la calma, que sólo se obtiene después de corrido algún tiempo que pasó la tempestad? ¿Ni cómo suponer esa calma en los pueblos, cuando sus mismos conductores participan del fuego de la revolución de que han nacido y a que quizá deban su existencia? Esto sería el efecto juzgar a su causa; el efecto contrariar la causa que lo produjo.

No siendo esto posible en la marcha de las combinaciones políticas, resulta indefectiblemente que toda Constitución dictada en medio dé fuertes sacudimientos o a consecuencia de ellos, participará de su extremada energía, de la energía de las revoluciones que por justas que sean, siempre son el resultado de una violenta explosión, cuyos efectos serán revolucionarios por el espíritu que los anima y la violencia de su acción.

Es, pues, indudable, que la Constitución que de ellos emane, no será sino la enérgica expresión de esas pasiones, de esos sacudimientos, que si fueron útiles para destruir lo preexistente no lo serán para desenvolver el caos que ellos dejan, para despejar el terreno del montón de ruinas que queda, y empezar a edificar con la calma de la razón y de la sabiduría, único molde en que deben ser vaciadas las leyes, y en especial las fundamentales. Siendo, pues, revolucionarios y violentos los actos que de dicha Constitución emanen, no será extraño que perezca al nacer, sin dar otro resultado que aglomerar materiales para nuevos y frecuentes incendios. De aquí resultan las incuestionables verdades siguientes, comprobadas con nuestra propia historia:

1° - Que toda Constitución inoportunamente dada, sólo sirve para forjar las cadenas del despotismo, o afilar los puñales de la anarquía, antes que para establecer el suave imperio de la ley.

2° - Que dar Constitución a los pueblos, fuera de oportunidad y sin los medios de asegurarla, es arrojar en su seno una tea encendida que los devore y consuma.

3° - Que, como cada desengaño y cada esfuerzo inútil alejan la consecución del objeto que une se propone alcanzar, así cada Constitución frustrada hace retroceder a los pueblos más allá del punto de partida; siendo fácil deducir que una serie de Constituciones rechazadas impunemente es una mala tradición para la nueva que se dictare.

4° - Que aceptar la misión de constituir un país sobre montones de ruinas y cadáveres, sin previa preparación del terreno; o en medio de las, tempestades y las olas embravecidas, sin esperar que ellas calmen, no importa otra cosa que aceptar la responsabilidad de la anarquía y del mayor de los escándalos que se puede ofrecer: sacar el mal de la misma fuente del bien.

5° - Que los ensayos de Constituciones cuando los pueblos no están preparados para ellos, en vez de ensayos son catástrofes que los hunden en un abismo de males: son pararrayos mal construidos, que atraen el fuego eléctrico, sin preservarnos de él.

6° - Que una Constitución, por lo mismo que es lo más sagrado que se conoce en el orden político, no debe ser expuesta a la profanación, sin aceptar todas sus consecuencias; porque cuanto más sagradas son las cosas, tanto más criminal y funesta es su prostitución: es convertir en veneno lo que debiera ser un antídoto o elixir de vida.

7° - Que cuando las pasiones están exaltadas, no hay leyes que impidan los trastornos, porque aquellas tendrán siempre más fuerza que éstas y que toda la razón de los legisladores; mucho más si, alterada ésta aun por el excesivo deseo del bien, es arrastrada a los extremos que sólo están en la cabeza de los hombres y no en la naturaleza de las cosas.

8° - Que como donde no hay costumbres republicanas, la república es la peor de las formas, así también, cuando los pueblos no están preparados para recibir una Constitución, la Constitución es el peor de los remedios que se puede aplicar.

9° - Que esa preparación no ha de buscarse en la mente de los legisladores, sino en las costumbres, opinión, hábitos públicos y en la disposición de los espíritus para recibirla, observarla y acatarla, como el símbolo de su fe social y política.

¿Y nuestra patria se halla en tal estado?

Vamos a examinarlo con la austera lente de la imparcialidad que nos impone nuestra misión; y aunque no sea fácil dar una idea exacta de nuestra situación, porque todo marcha en desorden, y el desorden carece de reglas y proporciones que se presten al examen, sin embargo, ligeras pinceladas sobre ella y los hechos que la constituyen, bastarán para probar que el actual estado de nuestra patria no ofrece la oportunidad de darle la Constitución que se desea.

El hombre público, y en especial el legislador, no puede dejar de prestar atención al tejido de antecedentes y circunstancias de que se compone la historia de cada país, de cada época y aun de cada individuo influyente en la sociedad. Sólo ese tejido revela el verdadero carácter de los pueblos, de los sucesos, de las épocas, de los individuos y de su influencia social. Sólo el conocimiento y examen de ese tejido puede avisar la oportunidad de constituir una nación y fijar su incierto y vacilante destino. Sin ese examen, todo será aventurado, todo será un ensayo, y las Constituciones no son materia de ensayo sino el término de ellos.

¿Y por ventura, el conocimiento de esos antecedentes de que se compone nuestra historia, y sobre todo, el de nuestra triste actualidad, nos indica acaso ser esta la ocasión oportuna de constituir nuestra desgraciada patria?

Yo no lo creo así, señor, por las razones que paso a exponer:

El objeto de toda Constitución y en especial la federativa, debe ser unir y conciliar los derechos, intereses y fueros de los pueblos e individuos, para que todos vivan en pacífica comunión. Pero la república no se halla en estado de que podamos llenar este objeto con un cuaderno escrito que, muchas veces, sólo ha servido de tea para la discordia y guerra civil. Porque es preciso no olvidar que el soberano Congreso al dictar una Constitución, resumen de las leyes que concurren al establecimiento, organización, funciones, modo de obrar y límites de los poderes sociales, tiene que medirse no con tales o cuales hombres, no con tales y cuales obstáculos aislados y conocidos, sino con toda la revolución en la plenitud de su desarrollo, diseminada en casi todos los pueblos y una gran parte de sus habitantes. Tiene que luchar con todos los vicios acumulados en tantos años de anarquía y despotismo; con vicios elevados por el tiempo al rango de virtudes e instituciones; con intereses distintos y quizá encontrados, de los mismos pueblos que va a constituir, con justos o injustos derechos prescriptos por una larga y pacífica posesión.

Debe también advertir que va a dar una Constitución sin leyes preexistentes en que se apoye y le sirvan de base o escudo contra las pasiones desencadenadas y dueñas de todos los elementos del poder y, lo que es más, señor, sin haber podido ilustrar a los pueblos con anticipación, sobre las más graves cuestiones y nuevos problemas que debe resolver la Constitución que se dictare.
Llamo la atención del soberano Congreso sobre este vacío, que hará más incierto el éxito de nuestra obra.

Para creer llegada la oportunidad de constituirnos, parece que no hubiéramos contado con otro antecedente que haber triunfado del dictador, sin advertir que triunfando de él, no hemos triunfado de la dictadura. Aún pesan sobre nosotros, la dictadura de los vicios que él nos ha legado; la dictadura del crimen y de la corrupción; la dictadura de la anarquía y guerra civil, que con tanto furor han sucedido a su caída; la dictadura de la fuerza armada, que a falta de otros medios morales, decide entre nosotros de todo nuestro ser social y político; la dictadura, en fin, de la crisis y de la situación a cuyo nombre callan todas las leyes y se legitiman todos, todos los abusos y excesos.

A más de estas y otras mil pequeñas dictaduras que nos devoran con sus cien bocas y nos despedazan con sus cien brazos, pesa sobre nosotros la más atroz de las dictaduras que puede pesar sobre pueblo alguno y que con razón debiera llamarse la dictadura de la sangre; dictadura ejercida, no por un solo tirano, sino por nosotros mismos contra nosotros mismos.

Hablo, señor, de ese espíritu de guerra, de sangre y exterminio que se ha apoderado de nosotros hasta no creer posible la solución de un problema político, social o económico, si no es por el ministerio del cañón y de arroyos de sangre. Apelo a la derramada después de la espléndida victoria de Caseros, que creímos habérnosla otorgado el Cielo para restañar por siempre esa inagotable arteria de sangre argentina. ¿Pudo alguno creer que los años 52 y 53, años de promisión y esperanzas, fuesen más fecundos en desgracias que muchos de los precedentes, y todo en presencia del ínclito vencedor y del mismo soberano Congreso nombrado para constituir el país a consecuencia de tan próspero acontecimiento?

¿Y después de lo que ha pasado y pasa a nuestra vista, la sola caída del director servirá de suficiente base para elevar sobre ella un trono digno de la Constitución política de la república, sin consideración a su actual estado?

Los escándalos ocurridos después de aquel glorioso suceso y que han escapado de toda previsión, nos revelan demasiado que nuestra desgraciada patria aun no había acabado de recorrer los últimos períodos revolucionarios, y que los pueblos no estaban aún cansados de revoluciones y anarquía como se había creído, sin calcular en que las generaciones que se renuevan no se cansan con sufrimientos ajenos, porque las fatigas y los desengaños son personales.

Nos revelan en consecuencia, la inoportunidad de constituirnos sin una previa preparación que venga a completar los frutos de aquella victoria.

¿O creemos que bastará la Constitución que dictaremos, para salvar los pueblos de todas las dictaduras que he mencionado, para curarlos de los hábitos y vicios contraídos en tantos años de extravíos, y para sofocar en ellos la anarquía, de que ni por cuatro meses ha podido preservarlos todo el prestigio de la mayor de nuestras victorias?

Las instituciones no son sino las fórmulas de las costumbres públicas, de los antecedentes, de las necesidades, carácter de los pueblos y expresión genuina de su verdadero ser político. Para ser buenas y aceptadas, deben ser vaciadas en el molde de los pueblos para que se dicten.

Y ¿cuáles son nuestras costumbres, nuestros antecedentes, nuestro verdadero ser político y normal, para que los traslademos a una Constitución, o que ésta sea vaciada en aquél? Si con ella pensamos crearlo o cambiarlo, padecemos una equivocación que la expiaremos, como nuestros predecesores expiaron las suyas viendo morir sus obras el día mismo de su nacimiento. Porque, señor, en política, los errores, las faltas, no se curan sino con la expiación que siempre es cruel. Nuestra obra, por más acabada que fuere, nunca será más elocuente que la victoria de Caseros, para llamar a los pueblos a la unión, a la confraternidad, al amor, a la paz y al orden, al respeto de la autoridad y de las leyes.

Sin embargo, lo ocurrido después de aquella victoria nos revela también que aun subsisten la agitación en los espíritus, la discordia en las ideas y pretensiones, los vicios legados por el despotismo, y que aun nos domina la fiebre de la anarquía, con otros elementos disolventes y corrosivos de toda Constitución.

A más de esto, nuestros pueblos, nuestros pronombres del orden civil y militar, acostumbrados por tantos años a ver en suspenso toda ley, toda garantía, durante el despotismo y guerra civil, ¿se rendirán sumisos, renunciaran a sus pretensiones, cambiarán sus hábitos y se crearán otros nuevos a la sola vista de una Carta constitucional, sea cual fuese su mérito y el heroico patriotismo de los hombres que la hubieren dictado?

Si, sancionada la Constitución, se calcula en hacerla aceptar y observar por la fuerza, es seguro que cuando no sea rechazada por la misma, le faltarán la voluntad y convicción, únicas bases de estabilidad en que reside el poder de la ley y la autoridad que ella creare. No reposando sobre tales bases ni recíprocas conveniencias, único garante de aquéllas, no pondrá fin a los recelos, no calmará las venganzas, no extinguirá los odios, ni evitará las reacciones de un resorte comprimido que, para estallar, sólo espera el momento en que cese la compresión. Con la fuerza se conquista, no se convence; se domina, no se gobierna. Si ella ha obtenido algo en el orden político, es la conquista de uno u otro hecho, que el tiempo haya elevado a principio; mas nunca una Constitución. Si el mérito de la inglesa está en que no reposa sobre teorías, sino sobre una reunión de hechos, es que esos hechos han sido conquistados de tiempo en tiempo; registrados y consignados a medida que se conquistaban. Por esta circunstancia, su Carta ha venido a ser la expresión del hecho, como debe ser toda Constitución, para que sea estable: mas no de hechos conquistados simultáneamente y mucho menos de teorías reunidas y desmentidas por los mismos hechos.

Casi todos los Gobiernos antiguos y estables se han formado, no por actos simultáneos, sino sucesivos, que con el tiempo han venido a formar una Constitución. Los Capitulares de Carlomagno, la Gran Carta de Inglaterra, la Bula de Oro de Alemania, el poder papal y los códigos eclesiásticos; la antigua Constitución española, los fueros de sus provincias y reinos, todo ha sido el resultado de hechos sucesivos y no simultáneos.

Y ¿cuáles son los hechos que después de nuestras primeras glorias tenemos consignados en nuestros anales, si no son los de la anarquía y terror, con su cortejo de escándalos, de sangre y exterminio?

¿Qué época, ni que período de paz, orden, libertad, respeto a la ley, a la autoridad, a los derechos individuales, a la seguridad, ni propiedad, nos ofrecen aquéllos, para que tales hechos puedan servirnos de antecedente, de modelo o punto de referencia en la Constitución que sancionemos?
Este solo hecho, señor, convertido en argumento, responde a toda vana teoría, a todo discurso por recargado que esté de principios políticos. Este solo hecho confirma la verdad práctica, “que obrar con acierto, juicio y previsión, importa más que discurrir con talento y hablar con elocuencia; y que el genio y el talento consisten menos en formar planes atrevidos y lujosos, que en preparar los medios de ejecutarlos”.

Alquimistas de la política, dogmatizadores de ella en toda la América, somos los únicos que no hemos visto realizado uno solo de sus principios liberales. Estimándonos por sabios, políticos, diplomáticos y hombres de Estado, somos los únicos que no hemos gozado de una sola época de paz, de libertad práctica, de felicidad, de abundancia, de orden interior, ni de respeto exterior; los únicos que en toda línea retrocedemos cada día, en vez de progresar; somos, en fin, los únicos que, en vista de nuestro estado, la América y la Europa nos compadecen, nos desprecian o insultan…Y ¿por qué tanta desgracia? Porque de todo hemos abusado, y más que de todo, de la oportunidad de nuestros ensayos. Aspirando siempre a la primacía, en éstos, sólo hemos obtenido amargos desengaños y ser los últimos en las realidades.

Pero como toda superstición tiene por principio una cosa natural, así los errores nacen, por lo común, de una verdad de que se abusa en su aplicación u oportunidad. Sabemos que es bueno y necesario que un país inconstituido se constituya, y de esta verdad, ya deducimos: “luego debemos constituirnos en el acto”. He aquí nuestro argumento y principal error: el abuso de la verdad es peor que la mentira, como el de la libertad es peor que la tiranía.

Muy satisfechos con la idea de Constitución y lo que ella importa, decimos voz en cuello: “la Constitución hundirá para siempre la anarquía y despotismo, remediará todos nuestros males, y será la fuente de inmensos bienes”; sin fijarnos en que la anarquía y despotismo no se sofocan ni dominan con leyes escritas; que las hondas llagas que ellas abren, no se curan en un día ni con un remedio, y que sólo después de dominados aquellos monstruos por un poder fuerte, justo y vigoroso, es que se necesita de leyes fuertes, justas y vigorosas, para evitar su regreso.

La Constitución es planta nueva para el pueblo argentino; pide un terreno abonado antes por la paz y calma de las pasiones, por algunas leyes preexistentes, por algunos hábitos de orden y de una racional obediencia. Pide, sobre todo, miramientos prolijos y estación oportuna para plantarla. ¿Y esta planta nueva a que tantas veces ha resistido nuestro suelo, podrá aclimatarse de pronto en un terreno hoy convertido en un ciénago de sangre? Podrá aclimatarse en él una Constitución, por su naturaleza suave, moderada y desnuda de otras armas que las de la voluntad y convicción nacional, cuando no ha podido existir entre nosotros gobierno alguno, si no es por la fuerza del terror, bajo el prestigio de la guerra y conquista incesante, o de una gloria militar obtenida y renovada de tiempo en tiempo con la sangre de nuestros compatriotas? Apelo a la historia de la república y no a la de tal o cual provincia, en tales o cuáles períodos excepcionales de su existencia.

He dicho “que sólo un poder fuerte, justo y vigoroso puede dominar la anarquía, para fundar sobre sus ruinas una Constitución y hacerla respetar como una religión”. Sí, señor, así lo creo.
Pero, supuesta la Constitución, ese poder no podría sino emanar de ella, so pena de ser arbitrario, ilegal, despótico y destructor de la misma Constitución a que deba su existencia.
Mas, si emana de ella tan fuerte y vigoroso como lo demanda la situación, será tiránico, y de tiranía permanente, como es permanente la Constitución que lo creare; en cuyo caso, ni la Constitución ni el poder creado por ella, serán aceptados y obedecidos por los pueblos.

Si, huyendo de este mal, la Constitución crea un poder moderado y restringido, como debe ser en precaución del despotismo, ese poder moderado y restringido será débil e insuficiente para dominar la actual anarquía y hacer observar la misma Constitución.

Si con este santo objeto, ese poder moderado excediera, los límites que ella le ha fijado, vendrá a ser el primero que la viole con pretexto de sostenerla.

¿Y qué remedio en esta alternativa? ¿Qué remedio para evitar que en precaución del despotismo, la Constitución cree un poder débil contra la anarquía o que para sofocar ésta, cree uno tan fuerte que sea tiránico y destructor de las mismas libertades que garantice la Constitución?

No hallo otro, señor, sino que antes de dictarla, nos ocupemos por otros medios que la misma Constitución, de sofocar la anarquía, cortar la guerra civil y restablecer la paz en toda la república, si no queremos que una nueva anarquía y más sangrienta guerra civil, sea el Te Deum que los pueblos canten a nuestra obra. Paso a demostrarlo.

Necesidad previa de la paz

En proporción a los muchos años que he vivido anhelando ver constituida mi patria, es el ferviente deseo que me domina al presente, por ver realizada mi esperanza, siquiera en el último período de mi vida. Sin tan poderoso estímulo es seguro que hoy no me hallara ocupando este honroso puesto. Y debéis creer, señor, que no me será de pequeña amargura tener que llenar los deberes que él me impone, contrariando, al parecer, lo mismo que he anhelado y que ha sido el objeto de mis votos y término de mis aspiraciones en el orden político.

Como simple ciudadano, puedo, sin responsabilidad, entregarme a los sueños de mi imaginación, a los impulsos de mi voluntad.

Mas como representante del pueblo, no puedo ver la cuestión de constituir mi patria, ni con la voluntad ni con la imaginación; porque todo lo visto con ellas, pierde sus formas naturales, todo se altera, se crean bienes donde no existen, como los ojos se crean figuras en las nubes y celajes, o como el microscopio que aumenta los objetos, pero cambiándoles sus formas naturales y dimensiones proporcionadas.

Como representante de mi patria, debo ver la cuestión con la lente del juicio, del raciocinio y de la previsión fundada en la experiencia que le sirve de antecedente. Pues, bien, señor; mi débil razón, ilustrada por ella, me enseña que sin previa paz en que se conquisten algunos bienes en el orden social que debe preceder al político, materia principal de una Constitución, es de todo punto arriesgado establecer ésta, que siempre supone la preexistencia de aquél y la posesión práctica de algunas garantías inherentes al hombre en sociedad.

Me enseña también que es peligroso darla en medio de las reacciones políticas que renuevan y envenenan las heridas en vez de curarlas; del estrépito de las armas, del estruendo del cañón, de los saqueos, persecuciones y matanzas que la humanidad y la civilización deploran todos los días entre nosotros.

A más de esto, señor, ¿seremos del todo libres para darla en medio de tantos desastres? ¿Y seremos de todo punto imparciales para dictarla, cuando quizá no estemos exentos de las pasiones de la época y de las influencias de la atmósfera general que nos rodea?

Y cuando seamos tan libres e imparciales como debemos serlo, ¿los pueblos creerán que lo somos? ¿Aceptarán y acatarán nuestra obra como fruto de nuestra libertad e imparcialidad?

Los vencedores en nuestras luchas sangrientas, ¿recibirán sumisos la ley que le demos, si ella no halaga sus intereses personales, ni satisface los derechos que crea la victoria, rara vez de acuerdo con los de la ley, que establece la igualdad entre el vencedor y el vencido, entre el débil y el fuerte? ¿Sé conformarán con la preferencia que da la fortuna, sin la superioridad que sólo concede la ley?

¿Daremos Constitución en los mismos momentos en que tenemos que tolerar, legitimar y aun aplaudir los excesos consiguientes al mismo estado de guerra, que es el peor de los efectos y el mayor de los males que ella envuelve?

Si antes de instalado el Congreso Constituyente, ya se le desconoció por una provincia que en población y riqueza se dice hacer la tercera parte de la república; si después de instalado, han ocurrido en su presencia revoluciones y guerras suscitadas en otras de las que le prestan respeto y obediencia, ¿qué será de la Constitución que diere, si ella no satisface las personales o provinciales aspiraciones? ¿Si les exige sacrificios indispensables a la organización nacional, pero que al mismo tiempo contraríen o cancelen pretensiones o derechos opuestos a aquélla, aun cuando por otra parte llenen todas las exigencias de la justicia y nacionalidad argentina?

Algo más, señor: dar la Constitución en los mismos momentos en que la crisis y la situación han tomado sus mayores dimensiones y no ofrecen una sola intermitencia para dominarlas, equivale a un gran golpe de Estado.

Pero, señor, un golpe de Estado siempre es peligroso, es siempre aventurado en sus consecuencias; porque los golpes de Estado, aun en el orden político y administrativo, tan subalterno del constituyente, piden, a más de saber, virtudes y talento, genio, que marque la oportunidad de darlos, fuerza que se apodere de ella y de otros elementos materiales y morales, que los preparen y garanticen su éxito.

¿Y el soberano Congreso puede lisonjearse de contar con tales elementos? Por lo que hace a mí, señor, conociendo que carezco de todos ellos, no me atrevo a opinar por la Constitución, sin ver antes pacificada la república, restablecida la confianza en los pueblos, calmadas nuestras pasiones, y ensayados siquiera, los primeros goces de la paz, de la seguridad y propiedad, bienes de todos desconocidos entre nosotros. Porque, señor, para que la honra, la vida, la hacienda y otros derechos del hombre, antes que del ciudadano, puedan ser consignados en una Constitución, es preciso que se empiece por respetarlos prácticamente, si no se quiere que sean luego violados con la Carta que los consigne.

Sea por nuestro permanente estado de guerra o por otras causas que no es del momento examinar, es una amarga y desconsolante verdad “que entre nosotros se carece de toda idea práctica en orden a seguridad de las personas y respeto a las propiedades”. O si no, dígase ¿qué ramo de nuestra industria agrícola o pastoril, únicos que constituyen nuestra propiedad y riqueza, es respetado ni garantido entre nosotros? Pero, ¿ni cómo ha de serlo, si de hecho y de derecho son declarados artículos de guerra, y la guerra, y guerra civil, es nuestro estado normal y permanente?

¿Ni con qué seguridad personal se cuenta en tal estado si no es con la que quieran otorgar los beligerantes, o la que se busque en el extranjero, único asilo contra el poder absoluto que ha pesado sobre nosotros por décadas de años, y que pesará mientras dure la guerra civil, corrosiva de toda seguridad?

¿Ni qué igualdad se conoce en nuestros pueblos si no es en la pobreza, los padecimientos, las miserias en el interior y el descrédito en el exterior?

¿De qué derechos, de qué garantías, de qué bienes estamos en posesión durante la prolongada lucha que nos devora, y bajo el peso del espíritu anárquico y sangriento que se ha apoderado de nosotros hasta convertirse, al parecer, en una segunda naturaleza?

¿De qué libertad podemos gozar donde las personas y propiedades están libradas a la merced del más fuerte y no al amparo de la ley?

¿Ni qué de libre hay entre nosotros si no es la fuerza material que se garantiza ella misma, que dispone de las demás fuerzas sociales, que pesa sobre los individuos, los pueblos, los Gobiernos y, sobre todo, cuanto no es ella misma o está subordinado a sus instintos?

¿Cuál es el destino político de los pueblos sino el de ser oprimidos como súbditos, para que en provecho de sus opresores expresen su voluntad como soberanos, y legitimen sus mismas cadenas? Pero, ¿ni qué otra soberanía real les ha quedado, que la de alternar entre la esclavitud apoyada en nuestra abyección, o la anarquía provocada con nuestras exageraciones de libertad?
Para abreviar: ¿cuál es, en fin nuestro estado actual? Por amargo que sea confesarlo, no es otro, señor, que el de la anarquía y desorden constituidos, el de la expoliación y miseria constituidas; el del terror y la muerte constituidos, y todo puesto a la orden del día, a presencia de las mismas autoridades nacionales creadas para poner término a tantas desgracias. En vista del cúmulo de ellas, parece que nuestra patria encerrara en sus entrañas aquel tonel del mal que pinta Homero, lleno de lágrimas, de gemidos y de sangre.

Y en tal estado ¿será oportuno dictar una Constitución sin más apoyo que la débil esperanza de que ella cambie la faz de nuestros pueblos, que los regenere, por el bautismo de la ley, y de teatro de horrores los convierta en una mansión de paz, de orden, leyes e instituciones liberales? Yo no lo creo así, señor, y por no creerlo, es con intenso dolor que insisto en el aplazamiento de la Constitución, siquiera hasta obtener la paz de la república, siquiera, hasta que cese el estruendo del cañón y nuestra débil voz pueda ser escuchada para ser obedecida.

Sí, señor; siquiera hasta obtener la paz, porque sólo a la sombra de la paz calmarán las pasiones exaltadas; en cuya sola calma está el triunfo de la libertad y de la ley; renacerá la esperanza del orden, casi extinguida con tan crueles desengaños: sólo en la paz podremos meditar en nuestro amargo pasado, y recordando nuestros extravíos y sus causas, nos avergonzaremos de sólo haber obtenido con ellos la celebridad del escándalo, cuando creíamos haber merecido la de la gloria, que no se obtiene en guerras fratricidas.

Se reanimará en todos los corazones el entusiasmo por la libertad, resfriado en unos, extinguido en otros, por los errores del despotismo y de la anarquía.

A los nombres de paz y propiedad renacerá el orden moral destruido con tantos crímenes y sin el que no puede existir ningún orden político; volverá la seguridad individual, a cuyo abrigo progresarán otras instituciones que faciliten el establecimiento de la Constitución.

En la paz podremos ocuparnos de la república, activa, industriosa y productora, en vez de la teórica, escolástica, revolucionaria y puramente consumidora de que hasta hoy nos hemos ocupado con tanta ruina de la nación; buscaremos la libertad en la ley y no en la fuerza; la colocaremos en el hogar doméstico, en las ciudades y campañas, o en los campos de batalla, donde sólo se alimenta con víctimas humanas, ni en las lizas o torneos parlamentarios, donde los odios, la cábala, la intriga y otras viles pasiones, se disfrazan con el sagrado manto de la ley: meditaremos en la verdadera causa de nuestras desgracias y reflexionando sobre ella, daremos a nuestro carácter nacional la gran parte que él tiene en nuestros infortunios, y no los atribuiremos a circunstancias, a incidentes y personas que apenas son efectos, son síntomas del grave mal que nos aqueja.

Sí; a la sombra de la paz, en vez de habitantes desgraciados, porque carecemos aún de los derechos de hombres, empezaremos a ser ciudadanos de nuestra patria, y gozar de las garantías de tales, de que hasta ahora hemos carecido. Desaparecerán por sí mismos, el poder de la osadía, la superioridad de la algazara, que han transformado en revoluciones de ideas y de principios los frecuentes tumultos y motines que por tantos años han funcionado entre nosotros como único poder soberano. La fuerza moral de las leyes y costumbres recobrará su imperio usurpado por la fuerza física, enemiga del orden cuando no emana de aquéllas.

Los mismos Gobiernos no se verán obligados a servirse de muchos hombres ruines y perversos, cuya audacia es forzoso respetar, aplaudir y aun premiar durante la guerra, y que en la paz serían castigados con la última pena o relegados a la obscuridad de que sólo las tempestades políticas pudieron sacarlos, como las naturales hacen salir de sus cuevas a los más viles y ponzoñosos insectos; de donde ha resultado que muchas de las páginas de nuestra triste historia se vean manchadas con la historia de muchos hombres obscuros y viciosos, durante cuyo mando ellos han sido todo y los pueblos nada.

Sólo a la sombra de la paz podremos conocer la verdadera opinión de las provincias respecto a la Constitución y demás problemas que interesan a su adecuada organización. El metal derretido no toma su forma, sino enfriándose, ni la aguja magnética señala su norte sino en quietud y en reposo; agitada, recorre en desorden toda su circunferencia.

Durante la guerra sólo una opinión se conoce en los pueblos y es por la paz, que prefieren a la libertad y a todo otro bien; porque es su primera necesidad, su primer deseo, y porque conocen que sólo en ella podrán ser discutidos y examinados sus verdaderos intereses, cuyo choque les ha acarreado tantos males y sin cuya previa conciliación no habrá paz sincera, ni unión permanente. Sí, señor; los pueblos prefieren la paz a la libertad, porque sólo en la paz ven goces presentes que son por los que obran; el porvenir no les hace mucha impresión; poco se libran a promesas de cuya verdad desconfían, a fuerza de haber sido engañados tantas veces.

Sólo en la paz reconocerán que su aspiración debe limitarse al socialismo y centralización de las provincias y no al comunismo de ellas; que, siendo contra la naturaleza de las cosas en los pueblos y los individuos, sólo conduce a la concentración de un abismo que absorbe a todos por igual.

Si, pues, no esperamos que la paz nos venga por la despoblación e impotencia de pelear; la propiedad, por la falta de bienes, y la seguridad por la fuga, forzoso es que nosotros las llamemos, las busquemos como precursoras de una Constitución, y no como resultado de ella, si no es para su estabilidad y consolidación.

Sólo en una época de paz y durante el aplazamiento que propongo, podremos tomar algún conocimiento de la situación, peculiaridades, intereses, comercio, rentas, industria, organización interior, población y demás elementos constitutivos de los pueblos que vamos a organizar. Sin este previo conocimiento, sin alguna estadística de aquéllos, no concibo, señor, cómo podamos darles una Constitución que presupone tales antecedentes, si no es que nos resolvamos a un procedimiento que no es político ni lógico, cual es “acomodar y vaciar los pueblos en la Constitución, en vez de acomodar y vaciar ésta en aquéllos”.

Sólo en la paz, allanaremos tantos obstáculos y salvaremos tantos inconvenientes que por ahora se oponen al lleno de nuestra augusta misión. Y por concluir, señor; sólo al abrigo de la paz cuyos bienes aun no conocemos, esta nuestra patria que tantos sacrificios nos cuesta, volverá a ocupar entre los Estados americanos el alto rango que antes ocupaba, y del que le han precipitado nuestros extravíos, hasta convertirla en objeto de compasión o escarnio.

No desconozco, señor, que, al ver el cuadro que acabo de ofrecer de la triste situación de nuestra patria, algunos me culparán de exagerado en sus tintes, y quizá no falten quienes me acusen de que la deprimo, la humillo, o, cuando menos, marchito las esperanzas de mis compatriotas. No, señor; nada de esto. Los eminentes y esclarecidos norteamericanos Hamilton, Madison y Jay, me relevan de toda nota, con el más obscuro y triste que ofrecieron de su patria en circunstancias análogas a las en que nosotros nos hallamos y con el mismo noble, puro y patriótico objeto con que yo os he presentado el de la nuestra. Porque, señor, en política como en moral, ocultar la verdad, disfrazarla o negarla es perpetuar el error, alejando su remedio.

Tampoco desconozco que, a cuanto he aducido y aduzca sobre la inoportunidad de dar la Constitución, necesidad de previa paz y aplazamiento de aquélla, se me contestará con lo que expresé en mi exordio: “Que los pueblos desean Constitución; que piden Constitución, y que a darla nos han mandado a este recinto”.

Sí, señor; todo será cierto; pero también lo es, que los pueblos la pidieron y exigieron a consecuencia de la victoria de Caseros, cuando la esperanza pública se reanimó con aquel suceso; cuando toda la Confederación estaba en plena paz y animada de un solo sentimiento, de una sola idea; cuando libres del terror se entregaron a los delirios de la libertad, sin temor de las consecuencias que les traería su abuso. Sí, señor, entonces la pidieron.

También es cierto que, si por el Acuerdo de San Nicolás nos mandaron los pueblos a darles Constitución, fue bajo el supuesto contenido expresamente en su artículo 2° “de hallarse todas las provincias en plena libertad y tranquilidad”.

Y pregunto: ¿hoy se hallan todas en aquel caso? Respondan por mí y por nosotros los sucesos acaecidos en varias y que existen palpitantes en el corazón de todo argentino.

Pero quiero convenir que, aun supuestos tales sucesos, los pueblos insistan en su mandato de Constitución, lo que ignoro si sea de todo punto cierto. Aun siéndole, ¿ su existencia destruirá en nosotros los derechos y deberes que tiene todo mandatario para exponer a su mandante los inconvenientes de llenar las cláusulas generales del mandato, en tal o cual oportunidad no designada, en tal o cual tiempo no prefijado? ¿No faltaremos más bien a su confianza si, por respeto al texto de las cláusulas del mandato, faltamos a su espíritu, al verdadero deseo e interés del mandante? Yo lo creo así.

La primera cláusula de nuestro mandato es obrar según los dictados de nuestra conciencia. Obrando cada uno según la suya, lo ha llenado. Pues bien: obrando yo según la mía, creo llenar el mío y cumplir el juramento que presté en este mismo recinto.

A mi patria he consagrado hasta hoy cuanto he podido consagrarle; todo he sacrificado en sus aras; le sacrificaré también mi vida, como en esta vez la ofrezco hasta el sacrificio de mi crédito y popularidad; el de mi conciencia, ¡ no!

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