lunes, 18 de junio de 2007

Despacho de Edward Thornton a Lord Russell sobre la situación del Paraguay

Asunción, setiembre 6 de 1864.

Confidencial

Señor:

He lamentado observar durante mi breve estada en esta ciudad, que el Gobierno de la República no ha mejorado bajo la autoridad de su actual primer magistrado. Así como fué despótico durante la presidencia del padre, se ha vuelto ciertamente más tiránico aún desde que su hijo
llegó al poder. Se practica el mismo sistema inquisitorial en su más amplia extensión. El número de espías es inmenso; en verdad que no hay un individuo en la República, al que no se enseñe que, por obligación hacia su patria y por la obediencia que debe a las autoridades, tiene que
dar constantemente un parte fidedigno de los actos privados y de las palabras de sus vecinos. Las familias están bien enteradas de que sus sirvientes hacen continuas visitas al Departamento de Policía con el propósito de relatar todo lo que ocurre en sus casas, y saben que cualquiera
amonestación de parte de ellas iría seguida inmediatamente de falsas denuncias que podrían apeligrar su libertad y exponerlas a los castigos más severos. Ni siquiera en presencia de sus hijos se atreven a expresar sus pensamientos. La policía llena la ciudad y husmea en cada casa, y hasta interroga por la noche a todo transeúnte solitario, sobre si quién y qué es, de dónde viene y adónde va. Se siguen los pasos de toda persona sospechosa, y hasta en la puerta de la habitación del club en que yo vivía, se estacionaba un hombre, vestido con el traje común del país, que era un espía, según me dijo uno de mis amigos paraguayos, y que vigilaba
a todos los que venían a verme y naturalmente daba parte debidamente acerca de ellos. Tengo el honor de incluir el parte original de uno de los funcionarios de policía, que fué accidentalmente recogido por un inglés cerca del Departamento de Policia. Contiene los partes de varios serenos,
uno de los cuales expresa que el doctor Barton pasó a cierta hora de la noche en compañía del cónsul francés. Cuando estos caballeros hicieron memoria, resultó que no era el cónsul francés, sino otro inglés, Mr. Atherton, el que iba con el doctor Barton. Pero Su Señoría puede formarse
idea de qué sistema es, cuando dentro de él se considera útil dar parte de dichos pormenores insignificantes.
Las prisiones están llenas de llamados presos políticos, muchos de los cuales pertenecen a las mejores familias; hay entre ellos cuatro sacerdotes que fueron apresados en la época de la elección del Presidente, acusados de haber intentado levantar una revolución. El más odioso de ellos, el padre Maes (1) es tenido como hombre de gran talento, y fué compañero de escuela del Presidente, a quien era invariablemente superior. Desde entonces este hombre ha estado en cautiverio, cargado de pesadas cadenas, y se le arroja al suelo el alimento miserable que se le permite. También varias señoras, bajo la denuncia de haber formulado observaciones
despectivas para el Presidente, han sido deportadas a distantes aldeas habitadas solamente por indios, y una dama soltera así exilada ha sido obligada a vivir sin más albergue que un árbol.
Durante el último reclutamiento de tropas, un sargento fué atacado y maltratado por sus reclutas. El juez de paz del distrito no dió parte del asunto, y por esta falta se le tiene preso bajo guardia, en un campo abierto, sin albergue, sillas o mesa.
El Presidente lo averigua y lo dirige todo; ningún hombre, ni siquiera uno de sus ministros, ni muchacha de clase alguna que haya llegado a la pubertad, se atrevería a oponerse a los deseos de Su Excelencia, sean ellos los que fuesen; y espero que su Señoría no me considerará como calumniador al declarar mi convicción de que no hay un hombre dentro de la República, desde los ministros para abajo, que se negaría a perjurarse por orden del Presidente. A nadie se permite ni siquiera casarse sin permiso de Su Excelencia, y sé de un joven argentino que durante los últimos seis meses ha estado pidiendo licencia pertinazmente para casarse con una paraguaya, sin haberla conseguido hasta ahora. El sistema de Su Excelencia parece ser el de deprimir y humillar; si algún hombre demuestra un poco más de talento, liberalidad o independencia de carácter, se encuentra inmediatamente algún pretexto mezquino para arrojársele en prisión; si tiene oportunidad para enriquecerse, están siempre a mano los medios para empobrecerle. Con excepción de la familia del Presidente, nadie posee ni siquiera una fortuna moderada, y uno de sus propios hermanos que ha incurrido en su desagrado, intenta en vano librarse de la pobreza bajo cualquier sacrificio.
No puede haber ninguna justicia donde los jueces están impagos y son instrumentos serviles del Presidente, donde Su Excelencia revisa cada sentencia, y aún después de dictada, en ocasiones la revoca.
Tomado todo en consideración, los impuestos son enormemente altos. Los derechos de importación sobre casi todos los artículos son de 20 ó 25 por ciento ad valórem; pero como este valor se calcula sobre el precio corriente de los artículos, el derecho que se paga alcanza frecuentemente del 40 al 45 por ciento del precio de factura. Los derechos de exportación
son del 10 al 20 por ciento sobre el valor. Se impone un diezmo en especie sobre todo género de producto agrícola o animal, y los recaudadores siempre se cuidan de que su diezmo valga más que cualquier otro diezmo en un ciento. Todo comerciante, pequeño traficante o manufacturero, debe pagar una pesada patente, que llega a cerca de setenta pesos (Dollars) o aproximadamente siete libras, quince chelines y nueve peniques por año.
El papel sellado es una gran fuente de ingresos, debiendo extenderse en él la cuenta más insignificante y hasta el permiso para llevaros vuestra Maletilla. Pero los impuestos que gravitan muy pesadamente sobre las clases más pobres, son el trabajo forzoso, el uso de carretas y animales sin remuneración, para el servicio público, y la apropiación de ganado y otros
víveres para el ejército, sin pago. El trabajo forzoso es el más severo de ellos; para la construcción de cualquier edificio público, como una iglesia, por ejemplo, y hasta una casa privada que se está edificando para el Presidente, se toma sin escrúpulo el número necesario de trabajadores, y nada se les da, aparte de un escaso alimento.
Durante los últimos seis meses el Presidente ha ordenado que todo adulto que no haya servido previamente en el Ejército, sea sometido a la disciplina militar, y se ha formado un campamento donde están reunidos unos veintiséis mil de estos nuevos reclutas. Muchos de los hombres
no tienen más de catorce años de edad, y hablando en general, son extremadamente ignorantes, tanto en instrucción militar como en toda otra clase de instrucción. La razón dada para esta medida es la actitud hostil del Brasil hacia la República del Uruguay, pero yo sospecho que el motivo principal es el temor constante que tiene el Presidente de que estalle una revolución en su propia Patria. Esos reclutas no reciben paga, pero se les suministra vestuario hasta el valor de unos siete pesos (veinte chelines) por año. El ganado para alimentarles se toma de los propietarios sin pago, y los cueros, que no se devuelven, son curtidos por los soldados; los cueros así curtidos valen cerca de seis pesos cada uno, y como es razonable suponer que cada soldado consume cerca de dos animales por año, el gobierno gana por cada soldado cerca de cinco pesos, que es la diferencia entre el vestuario suministrado y los dos cueros. Los soldados de guarnición en las poblaciones, no son racionados, pero reciben cuatro pesos por mes (cerca de once chelines y cuatro peniques), una mitad de los cuales se paga en dinero y otra en una orden para los almacenes del gobierno. Por supuesto que la suma no es suficiente para su manutención,
y las mujeres de sus respectivas familias están obligadas a ayudarles.
El cumpleaños del Presidente fué el 24 de julio último. Desde entonces la población de Asunción y de otras muchas villas de la República ha sido forzada a dedicarse a banquetes, bailes y otras fiestas, y se quiere hacer creer al cuerpo diplomático y a otros extranjeros que ellas son efusiones espontáneas, probatorias del entusiasmo del pueblo en favor del Presidente. Hace pocos días se celebró una misa a expensas de las señoras de la ciudad, por la prosperidad y bienestar del Presidente, y en la misma noche se dió un baile en honor de su Excelencia. En la misa el obispo dijo un sermón casi rayano en blasfemia, por la cantidad de elogios y adulaciones amontonados sobre el Presidente, y en verdad que la adoración debida a Su Excelencia constituye el tópico principal, si no casi el único, de la prédica del Clero. En el baile varias de las señoras dirigieron discursos al Presidente, siendo indescriptible el halago contenido en ellos. Para sufragar los gastos de estas fiestas, se exigió la contribución de todas las clases sociales, no se olvidó ni siquiera a los presos políticos; y estos seres desgraciados, en la esperanza de que por dicho medio podrían apresurar su liberación, suscribieron sus nombres por grandes sumas. Se les forzó también a sufrir la mofa de oír una misa solemne en que oraron por la felicidad del Primer Magistrado que los habia condenado a perpetua miseria. Ninguna señora tuvo el coraje de dejar de concurrir al baile, y había dos cuyo padre había muerto el día anterior, pero esta aflicción no les sirvió de excusa. Se levantó un tablado en una de las plazas públicas, donde se hizo bailar a las clases bajas, y se estacionaron centinelas para impedir que las mujeres se marchasen, aunque estuviesen cansadas. Una infeliz que observó que era duro verse forzada
a bailar cuando se padecía hambre, fué llevada a la Oficina de Policía y castigada con cien golpes (azotes) dados con un palo, y muchas otras fueron desterradas al interior por culpas análogas.
Como el Presidente está ansioso de que sus conciudadanos no se agiten en cuestiones políticas, se cuida poco de que caigan en vicios de todo género, y es extremada la inmoralidad que permea el país. Su Excelencia mismo no da sino mal ejemplo; aparte de una cantidad de sus conciudadanas
que han cedido a sus deseos, acaso con la mayor repugnancia, hay una inglesa, que se llama a sí misma Mrs. Lynch, que le siguió desde París en 1854. Aproximadamente desde entonces esta mujer ha vivido en Asunción, en medio, relativamente, del más grande esplendor.
Posee ella ciertamente una influencia grande sobre el Presidente, y sus órdenes, impartidas imperiosamente, son obedecidas con la misma diligencia y con igual servilismo que las del propio Presidente. Fué ella la que inició y organizó las fiestas a que he aludido. Es posible que como
los años corran, sienta disminuir su influencia, y pueden atribuirse en parte a este sentimiento sus esfuerzos de que se honre a Su Excelencia. Apenas necesito decir a Su Señoría con cuán hondo y amargo odio la miran las señoras nativas.
El Presidente ha pretendido frecuentemente, y me lo ha dicho hasta a mí mismo, que a consecuencia de la continua y prolongada paz que habido en la República, la población ha aumentado muy considerahlemente y que ahora excede de dos millones de habitantes. Acerca de este punto no hay datos precisos, y todo cálculo debe hasta cierto límite fundarse en conjeturas. Sin embargo, las personas más capacitadas para formarse una opinión, me aseguran que, por el contrario, la población disminuye.
Esto puede tal vez atribuirse al comercio promiscuo de ambos sexos y a la gran inmoralidad que existe en el Paraguay. Se dice que las mujeres son mucho más numerosas que los hombres, y que esta desproporción deriva de la cantidad de varones que se malogran al ser forzados al trabajo más duro con escaso alimento, mucho antes de haber alcanzado la plenitud de sus fuerzas. Sin duda el Presidente ha estado últimamente muy ansioso de reunir a todos los hombres de la República capaces de llevar armas, y las autoridades han hecho lo mejor que han podido para satisfacer sus deseos. Pero hasta donde yo he podido descubrir, no hay bajo
banderas más de cuarenta mil hombres, a lo sumo, muchos de los cuales no cuentan más de catorce años de edad. Admitiendo pues la posibilidad de reunir cincuenta mil hombres, y suponiendo que ellos constituyan una octava parte de la población, ésta no puede exceder de cuatrocientas mil almas. Tengo una opinión desfavorable del conocimiento militar del oficial
paraguayo, o de la destreza del soldado en el manejo de las armas de fuego, pero ambos poseen ciertamente una cualidad buena: la obediencia ciega.
En presencia de la descripción imperfecta de la situación política de esta República con que acabo de molestar a Su Señoría, cabría suponer que semejante tiranía, como no titubeo en calificarla, no podría durar mucho. No pienso, sin embargo, que ningún cambio sea inminente. La gran mayoría del pueblo es suficientemente ignorante como para creer que no hay país alguno tan poderoso o tan feliz como el Paraguay, y que ese pueblo ha recibido la bendición de tener un Presidente digno de toda adoración. El dominio de los jesuítas, del Dictador Francia y de los López, padre e hijo, le ha inculcado la más profunda veneración por las autoridadas. Habrá tres o cuatro mil que saben más y para quienes la vida bajo tal gobierno es una carga. Entre ellos la falta de confianza recíproca es tan grande, que no parece posible ninguna combinación, y yo no creo que haya un hombre que se atreva a confiar sus sentimientos con respecto al gobierno a su hermano o a su amigo más querido, por temor de ser denunciado.
Si a la larga se produjera una revolución, seria traída por los paraguayos que ahora se educan en Europa, o sería la obra de una invasión extranjera o de un ejército paraguayo en campaña en el exterior.
Pero, aún así, sería dudoso que un cambio violento no legara un ruinoso estado de anarquía por muchos años, pues la educación y la adquisición de conocimientos han sido tan descuidadas, y hasta reprimidas, en el Paraguay, que no veo a nadie capaz de asumir la conducción de los
negocios del Estado y todavía menos de lograr una influencia predominante sobre sus conciudadanos.
He considerado necesario señalar este despacho como "Confidencial", pero Su Señoría puede imaginar fácilmente que su publicación haría que Asunción no fuera una residencia plácida para mí, o aún para otros ministros ingleses, y la posibilidad de ser útil a mis compatriotas ante el
gobierno paraguayo disminuiría mucho si su contenido fuese conocido.
Tengo el honor de ser, con el más alto respeto, Mi Señor.

De Su Señoría el más obediente Humilde Servidor

Edward Thornton.

(1) Fidel Maíz, ulteriormente puesto en libertad por López y empleado como Presidente
de la Comisión encargada de investigar y reprimir la "conspiración" de 1868, en cuyo carácter el Padre Maíz se hizo célebre como Gran Inquisidor del Paraguay. Publicó sus memorias en 1919.

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